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CIUDAD BAJO EL RELÁMPAGO



He aquí un pequeño libro lleno de pasión y de fuerza, una visión feroz de la realidad que se ilumina en un abrir y cerrar de ojos ante el relámpago que penetra las imágenes de la ciudad, el idioma mismo y por supuesto, los ojos feroces del poeta. El libro en cuestión es, de este modo un paisaje animado, sumamente rápido, en el que la lengua recupera un ritmo que mucha falta estaba haciendo ya en la poesía que escriben los jóvenes en México por estos años.
Hermoso pequeño libro atravesado por la tragedia, Ciudad bajo el relámpago es el trabajo de un poeta con vocación de visionario, húmedo de lirismo, en el que el habla recupera su frescura y podemos asistir a las primeras incursiones de un poeta que, de continuar fiel a su búsqueda, habrá de darnos muchos y hermosos libros de poesía.

(Sergio Mondagón, Excélsior, 2 de agosto de 1983)



No vamos a hacer aquí la apología de Efraín Bartolomé. Toda apología es digna de la historia, no de la literatura. Lo que sí queremos manifestar aquí es nuestro renovado asombro por la poesía de este chiapaneco que nos ha entregado ahora su segundo libro, Ciudad bajo el relámpago, con una poesía que merece y admite no una sino varias lecturas, siempre esclarecedoras y siempre placenteras.
Si Bartolomé escribió en su primer libro --Ojo de jaguar-- la poesía frondosa de la selva con una calidad extraordinaria, sin caer en el lugar común y mostrando un lenguaje propio y asombrosamente maduro para tratarse de su primer libro, en Ciudad bajo el relámpago consigue otro poemario que no necesita de elogios ni de apadrinamientos y demuestra de paso que la maestría de su primer libro no fue casualidad.

(Juan Domingo Argüelles, El Día, Abril de 1983)



Efraín Bartolomé, poeta estricto y lúcido que rechaza la vana retórica y el simplismo vulgar, nos entrega la segunda muestra nítida de lo que un verdadero poeta debe hacer: sugerir, cercar, aprehender la esencia de la poesía. Quiero insistir y lo digo sin vacilación: Efraín Bartolomé es un poeta de primer orden, y su importancia proviene de su fuerza lírica, no de la levadura tan utilizada en nuestros días.

(Raúl Iván, Casa del tiempo, Septiembre de 1983)



Bartolomé saluda a lo selvático urbano con un largo poema, que es realmente importante por la riqueza de sus imágenes y por su estructura tan sólida, novedosa y original.

(Aurora Marya Savedra, Excélsior, 11 de noviembre de 1982)



Poema de amor, escrito con vigor, con sonoridad, casi diría que a golpes y dentelladas, Ciudad bajo el relámpago es muestra clara del continuado desarrollo poético de Bartolomé.
Por otro lado Bartolomé sabe redondear sus textos: nacen de un modo natural, plantean su "anécdota" de una manera convincente y la cierran en un verso definitivo. Significa todo ello que estamos ante una voz poética sólida. Sabe Bartolomé que en literatura el cómo se dice es compañero inseparable del que se dice. Bartolomé domina esta regla tan sencilla y por tanto poeta principiante ignorada. En ello (que todo lo cubre) está su fuerza.

(Federico Patán, Sábado, Unomásuno, 7 de mayo de 1983)



La poesía de Ciudad Bajo el relámpago viene esponjada y potente de vida. Sus textos irradian frescura. La lectura de este libro nos saca de la inercia en la que nos sumergen esos poemas de fácil construcción y recursos obvios, que no trascienden la trama y sólo detallan literalmente aspectos de la vida. Pero la poesía de Efraín no cae en esa tónica; y corresponde a la manera mágica de ver la realidad. Y si el resultado es insólito no es porque el lenguaje lo sea, sino por la manera que tiene este hombre de ver el mundo.

(Teodosio García Ruiz, Avance, 18 de noviembre de 1983)



Bartolomé publicó hace unas semanas un poemario, acaso un poema solo también, Ciudad bajo el relámpago, donde retoma a la ciudad como tema axial, y construye una pequeña catedral admirable.

(Marco Antonio Campos, Proceso, 23 de mayo de 1983)



Crónicas del Olvido
Homenaje a los escombros

I

En estas horas en las que el aburrimiento escala a lomo de bestia, recurro al poeta Efraín Bartolomé para hacer de la muerte espacio de olvido. En este momento en que la poesía personaliza su misterio, ha remunerado el odio por la vía del camino más fácil y amplio, acudo al poeta mexicano, a su Agua lustral donde me encuentro la “Visión superficial de los escombros”: “Por las calles un ritmo de fantasmas/ Un mundo de siluetas// La noche es esta erguida pasión de los escombros// Se fue la luz/ Se perdió la ciudad/ Es otra dimensión la de su estar a ciegas// Se mete en los pulmones la negrura// (Hubo una vez la luna blanqueando la memoria)”. El poema de Bartolomé confirma la certeza de que nos habita un país desnortado. La poesía tiene la virtud de ver antes, de despejar el polvo que oculta los ojos, que le añade opacidad a los sonidos, a la calle donde la palabra tiene asiento.
Un reconocimiento a nuestros despojos, a lo que vemos desde nuestras miserias, crímenes y amarguras. Fantasmas de la venganza, del odio trepador. La ciudad, en su plural más desencantado, nos advierte la decadencia entre la sombra diaria.
En estas horas de la poesía (a solas somos otro país), articulamos voces desconocidas, nuevas, precisas, más allá de la vulgaridad de la violencia callejera.

II

“El blues arrastra la mañana y las hojas// Todo se ha caído de su sitio// El día se salió de su dorado camarín/ y se hundió en la neblina// Llega el blues con sus pasos de jaguar/ a olisquear en mi cuerpo su próximo banquete”.
Esta otra realidad, este otro impulso, colmado por la angustia de sabernos atrapados entre el miedo y la incertidumbre, le da a la voz del poeta otra tonalidad: el animal se aproxima con las garras listas para romper la carne, para asignarle a la muerte el lugar de la primera mirada a lo desconocido. La calle es perfecta entre los escombros de la reyerta.
La debilidad del día muestra el campo de batalla: vehículos destruidos, fuego en las esquinas, heridas incurables, un clima de sopor en los ojos.
“Amanece/ Ha comenzado a arder el corazón del día// Tensa sus poderosos músculos/ Ruge con qué terrible fuerza/ Ventea la dirección de la desgracia/ y se echa a andar// Cenizas humeantes bajo su planta Olfatos de un amargo manjar/ Lame el monstruo su desamor/ crimen tras crimen// Cada noche/ el sueño que la enjaula fortalece sus músculos/ Afila sus colmillos y sus garras// Cruza el umbral del sueño// Atrás/ despedazada/ queda la jaula”.

III

La bestia huele en la basura, en la sangre cuajada sobre la hojarasca que la ciudad denuncia. Unos demonios arrastran el cadáver de un perro. Es nuestra ciudad, la desastrosa, la envilecida, la dada por menos, la regalada, la humillada.
La poesía –en su delicadeza pero a la vez maldición- vigila con los poros, con la reverberación de las horas, con los relojes precipitados. La poesía es este país, esta dolencia en el costado. Este hombre que habla sin parar y crea una teoría, desplaza los mitos de la naturaleza y hace de la polis enredo, maraña discursiva hacia una pasión desenfrenada, parecida a la muerte, al rigor de la carne.
El poema se convierte en dos rostros, como el territorio. Dicho por Leopoldo Lugones nos acerca más al temor, a la fuerza que somos para huir o hacerle frente a la nada: “Sobre el bosque de hierro vibra en llamas un sable que divide a lo lejos el firmamento en dos”. Estamos divididos, somos un hemistiquio, una duda en arte mayor, una copla incendiada.
Imprecisos, nos atrapan las pasiones, la fiebre bajo la lluvia.
Homenaje al abandono, a lo que no se tiene presente: la ruina agobia la mirada de la indigencia. El poema también tiembla con el poeta. El futuro es tan preciso que molesta el pasado, lo agobia, lo destroza.
Alguien tiene que hablar o gritar para espantar el peso del mundo. Los escombros, los despojos de este paisaje, tan amados.

(Alberto Hernández, Mi periodiquito, Diario de Aragua, Venezuela, 21 de junio del 2004)






Nota. Algunos comentarios sobre el libro:

Ciudad bajo el relámpago. Editorial Katún. México, 1983.

 

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