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Fotografías por:
Guadalupe Belmontes Stringel

 

 Yo tenía tres años... La casa era muy grande. 
 Usaba boina blanca y pantalones cortos. 
 Estrujo entre mis manos una jirafa de hule: 
 apenas comenzaba a mordisquear la vida... 

   

 Doña Celina y sus primeros hijos... 
 Con ella aprendimos el arte, 
 no tan complicado,
 de sembrar milagros. 

   

Tenía 23 años. Vivía en Tlatelolco. 
Abajo se extendían 
las complicadas vías del tren... 
y un incierto futuro. 

   

 Años después, ya pasados los treinta,
 comencé a publicar libros.
 Por vocación y por elección,
 decidí ofrendar mi sangre
 en el altar de la Poesía.

   

 La ceiba bebe rayos 
 La ceiba es y será siempre más alta que el
humo  
 La ceiba ha visto el paso lento de las
estaciones
 La ceiba ha visto el paso lento de los siglos
 Bajo su copa hay siempre un poco de cielo
dormitando
 De sus ramas más altas he saltado al vacío:
 caeré donde estoy
en el centro de mí
 Al fondo de mis ojos he tatuado la ceiba
 Con luz escribo:
con ella firmo al calce de este vuelo.

   

 He pasado mi vida oyendo hablar al árbol
 y escuchando las piedras entrañables.

   

Pero todo es distinto. 
Asfaltaron las calles. 
La selva de la casa se transformó en jardín. 
Pero todo es igual: 
el mismo viento que agitaba el mango. 
Yo me digo que cuando el agua pase 
cuando todo se calme 
sacaré mis recuerdos a la calle 
a jugar a los barcos. 

   

 Ahora voy por el mundo,
 me acerco a cualquier árbol
 y la memoria se revuelve
 como un tigrillo en su trampa...

   

A veces  
aun entre la gente 
uno se queda viendo el rojo corazón 
de las brasas. 
Aunque no haya fogata. 
Uno se queda como si nadie hubiera dicho 
nada. 
Como si no hablara con nadie. 
Como mirando lejos.