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VOLVER AL PARAÍSO

 

          Tengo cuatro o cinco años. Son las 4:30 de la mañana. Nos han despertado a esta hora y, en el semisueño, nos visten y salimos a la oscuridad. El cielo es un hormiguero de estrellas con una luna cubierta por una gasa de nubes ligeras. Hay mucho movimiento en el patio, bajo el follaje oscuro. Han ensillado los caballos y estamos a punto de partir. Mi madre me acomoda el barboquejo del sombrero. "Al Paraíso... Nos vamos al Paraíso…" El Paraíso es la finca de tío Cuauhtémoc, hijo de don Juan Ballinas, mi tatarabuelo: explorador, en la segunda mitad del siglo XIX, del curso inferior del río Jataté y autor de un clásico chiapaneco El desierto de los lacandones, su libro de memorias.
          Vamos a la fiesta de Dolores. La caravana parte en la oscuridad. Todo resulta, para mí, particularmente novedoso y excitante: la hora, el cielo, las siluetas de todos en la penumbra; los rumores: el sonido de las monturas, de los lazos, de los frenos; el bufar de los caballos inquietos bajo los árboles, las voces apremiantes... Y los aromas de la tierra, de la gente, de las cabalgaduras, en el aire fresco de la madrugada. Todo esto en la excitación de la aventura: "Al Paraíso...”
          Como si lo estuviera viendo: la caravana de 14 jinetes deja la casa y avanza entre las calles dormidas del poblado, hundidas a esa hora en una densa madrugada de gallos y neblina.
          Oigo el ruido de los cascos en la calle empedrada y el parloteo de todos en la penumbra.
          Agarramos camino.
          Todas las sensaciones eran descubrimientos.
          Después de un rato, los caminos de herradura dejaron de ser líneas blancas bajo la luz de la luna y el horizonte empezó a enrojecer. Todo se volvió maravillosamente rojo, como visto a través de un celofán. Ahora me parece que la rojez del entorno duró mucho tiempo. Era el sol generando y deshaciendo la densa niebla, la humedad del sereno condensada en pesadas gotas de rocío sobre aquella foliación multimillonaria. Cabalgábamos en medio de rojos campos con bruma. Y después, de repente, toda la claridad sobre nosotros. Y sobre las colinas. Y sobre los potreros…
          Tras dos horas de camino pasamos a tomar café a Guadalupe del Valle, rancho de don Abdón Morales, adelantito de Toniná.
          Guadalupe: lomas suaves, tierra fértil, vetas rojas y amarillas, espesos pastizales.
          Luego bosques de encino y ocotales gigantes y, tras algunos arroyos, el río Jataté, y ranchos, fincas, colonias, rancherías.
          Chijilté, San Antonio, San Lorenzo, Ashín, San José: las viejas fincas ganaderas hoy convertidas en nidos de miseria y hacinamiento humano.
          Cerca del mediodía llegamos hasta un río de grandes piedras blancas que sobresalían entre masas poderosas de agua cristalina y espumeante.
          La caravana se detiene ahí.
          Es mediodía bajo el calor húmedo de nuestras tierras.
          Después de nadar y dar de beber a las bestias, tomamos uno de aquellos abundantes "almuerzos de camino" a la sombra fresca del boscaje.
          Recuerdo a mi madre con ropa de montar: falda y blusa color caqui, montando en albardón o "galápago", como se conoce por allá a esa silla femenina, más rara cada vez.
          El viaje continúa y vienen a nuestro encuentro los bosques mayores.
          Entrar a la espesura.
          En uno de esos núcleos espesos alguien que se había unido a la caravana, Joaquín Trujillo, tiró un "pico de hacha": un tucán hermosísimo. Lo descubrió en lo alto de una rama, pidió silencio, sacó su rifle y apuntó. Sonó el disparo: cayó la maravilla. ¡Y me la regaló! Ahí fui por el resto del camino contemplando mi trofeo de caza, tibio y multicolor, con aquel pico enorme. Mas dos horas después el tucán olía mal y, sin que yo pudiera explicarme cómo, empezó a tener larvas en la herida y en el enorme pico. Ese día aprendí la palabra "queresa".
          Luego vino la selva. Después la tarde. Tras ella El Paraíso: justo al dar la vuelta al cerro Chapaté: bajamos una hondonada, cruzamos un arroyuelo, subimos nuevamente y ahí, ante nuestros ojos, en el descampado, brotó la casona blanca, con aquella huerta inmensa donde nace el arroyo, el patio enorme desde cuyos corredores se extendía el segundo valle del Jataté hasta que la vista se perdía. A la derecha de la casona y de la huerta el cerro impresionante donde había cueva de puma.
          El trayecto desde Ocosingo había durado 12 horas: habíamos llegado a una atmósfera de fiesta: una feria que duraba ocho días en el ambiente rural de los trópicos finqueros. Fiesta de peones, vaqueros y rancheros, indios y ladinos. Durante la feria había misa, teclado, juncia, bailes, bolos, cohetes, toreada, caballos y marimba.
          Todo el conocimiento de la tierra, mi tierra, había comenzado en una sola jornada: entonces, a mis cuatro o cinco años.
          Todo, menos la muerte del "pico de hacha", parecía armonizar.
          Tal vez eso también.
          Luego siguió la vida.
          Todos mis días y mi trabajo al servicio de la Poesía han sido, desde entonces, un permanente intento de volver a El Paraíso: de volver al paraíso.
          Quizá por eso, muchos años después, se coció en mi alma esta


INVOCACIÓN

Lengua de mis abuelos      habla por mí

No me dejes mentir

No me permitas nunca ofrecer gato por liebre
sobre los movimientos de mi sangre
sobre las variaciones de mi corazón

En ti confío
En tu sabiduría pulida por el tiempo
como el oro en pepita bajo el agua paciente del claro río

Permíteme dudar para creer:
permíteme encender unas palabras para caminar de noche

No me dejes hablar de lo que no he mirado
de lo que no he tocado con los ojos del alma
de lo que no he vivido
de lo que no he palpado
de lo que no he mordido

No permitas que salga por mi boca o mis dedos una música falsa
una música que no haya venido por el aire hasta tocar mi oreja
una música que antes no haya tañido
el arpa ciega de mi corazón

No me dejes zumbar en el vacío
como los abejorros ante el vidrio nocturno

No me dejes callar cuando sienta el peligro
o cuando encuentre oro

Nunca un verso      permíteme insistir
que no haya despepitado
la almeja oscura de mi corazón

Habla por mí      lengua de mis abuelos
Madre y mujer

No me dejes faltarte
No me dejes mentir
No me dejes caer
No me dejes
No.

          Por eso hundí la punta de mi lápiz hasta el fondo de mi sombrío corazón para escribir Ojo de jaguar, mi primer libro.


II

          Hay tantas incisiones, tantas marcas, tantos tatuajes sobre la piel de un poeta niño. La primera maravilla descubierta al andar por el monte, el viento ardiendo entre los ocotales y el temor que genera: la casi irresistible tentación por huir y, al mismo tiempo, el deseo de quedarse escuchando porque uno sabe que ahí hay algo que nos une con algo más oscuro, o más hondo, o más alto. Esa especie de vago horror sagrado. Eso y la incapacidad de nombrarlo con exactitud. La noción de que el primer temblor ante lo femenino a esas edades, no tiene palabras para ser nombrado. Con lo femenino quiero decir el Agua, la Tierra, la Montaña, la Noche, la Mujer, el Alma. Y con esas edades quiero decir menos de nueve años. De esa desazón, de ese desasosiego ante el misterio nace, creo yo, la tensión que nos lleva después a tratar de invocar con palabras el misterio sagrado. Este intento es la Poesía.
          Nací en Ocosingo, un pequeño poblado a la entrada de lo que fue la gran Selva Lacandona, cuando aún era merecedora de su nombre; un pequeño poblado sin luz eléctrica, sin televisión, sin carretera, sin automóviles, donde la radio comenzaba a llegar y era un lujo tener un aparato receptor. En lugar de esas monedas de cobre teníamos el oro real: el privilegio de vivir en el Edén, en el Paraíso, en Galaad, con todas las muestras del avasallante poder generador de la Gran Madre: rodeados, acosados, abrumados por una vegetación lujuriosa y lujuriante; y agua y agua y agua por todas partes: manantiales, arroyuelos, arroyos, ríos, pozas, charcos, pantanos, atascaderos: agua viva y agua muerta. Pero siempre agua dulce. Y sol. Y viento. Y lluvia. Y nubarrones. Y rayos. Y tormenta. Y ventisca. Y norte. Y Luna. Y cerros imponentes. Y fuego sobre esos cerros en la espesa negrura de la noche, en los meses en que se preparaba la tierra para siembra. Dios o el diablo ensayando su rabiosa caligrafía fosforescente bajo el esplendor violento de la noche magnífica.
          Esa convivencia cotidiana con los elementos debió, seguramente, producir incisiones, estigmas y cicatrices en el alma del futuro poeta. Eso y también el temblor ante lo femenino humano, el quinto elemento: el misterio encarnado en la belleza de ciertas mujeres (niñas, adolescentes, hembras en plenitud). La clara percepción de su dulce misterio. En su presencia mis emociones se agudizaban y me llevaban del deslumbramiento a la parálisis. Todo eso, creo, produjo la vida interior que nutre mi sensibilidad. Así comencé a interrogar los misterios. Creo que así descubrí la poesía: por el lado luminoso del mundo. Tal vez por eso escribí en estos últimos años un poema como:


CIELO Y TIERRA

Y las aguas de Arriba amaron a las de Abajo
y eran las aguas de Abajo femeninas
y las de arriba masculinas...

¿Has oído, amada?

Tú eres la Tierra y yo soy el Cielo
Tú eres el lecho de los ríos y el asiento del mar
y el continente de las aguas dulces
y el origen de las plantas y de los tiernos o duros o feroces animales
de pluma o pelo o sin pluma ni pelo

Yo soy la lluvia que te fertiliza

En ti se cuecen las flores y los frutos
y en mi el poder de fecundar

¿Has oído, amada?

Nuestro lecho es el Universo que nos contiene

¿Has oído bien?

Tú eres la Tierra y yo soy el Cielo
Y mi amor se derrama sobre ti como la lluvia
o como una cascada que cae del sol
rompiendo entre nubes como entre peñascos
y entre los colores del arco iris y entre las alas de los ángeles
como entre las ramas espesas de una vegetación inverosímil

Tú eres la Tierra y yo soy el Cielo

¿No lo escuchas?

Y aunque digas que sí
tal parece que no porque ahora, Tierra,
cabalgas sobre mí (en el lecho que es el Universo)
y eres tú el Cielo y tu amor se derrama sobre el mío
como una lluvia fina

Y yo era la Tierra hasta hace unos instantes pero ya no lo sé
porque hemos girado y descansamos sobre nuestro costado
y los dos somos Tierra durante unos minutos deleitosos

Y ahora estoy de pie con los pies en la tierra y los ojos en el cielo
y tú no eres ni Tierra ni Cielo porque te hago girar
con los muslos unidos ferozmente a mi cintura
y eres el ecuador o yo soy el planeta Saturno
y tú eres los anillos que aprendimos en la escuela
y giras

Y ahora somos Cielo los dos y volamos
elevándonos más allá del Universo

Y en lo más alto del vuelo algo estalla en nosotros y caemos
vencidos por la fuerza de nuestro propio ecuador que se ha quebrado

Pero seguimos siendo Cielo aunque yazgamos en tierra

Derrumbados en tierra pero Cielo

Tierra revuelta y dulce pero Cielo

Cielo vencido cielo revolcado pero Tierra

Pero Cielo.


III

          El descubrimiento de la parte sombría llegó más bien tarde: nel mezzo del cammin di nostra vita. Y su descubrimiento produjo mucho dolor: la percepción clara de la muerte, que es la pérdida de la inocencia. Era el dolor de la llegada, el dolor de la plenitud: una especie de trauma del nacimiento a la Vida plena.
          Y entonces vi más claro el corazón humano: germinando en la tierra que lo nutre. Y ante el dolor por lo lejano vino el tono elegíaco ante lo que se perdió para siempre. Lo que se perdió para siempre y que sólo la Poesía me permite recuperar. Por eso decidí entregar mi vida a la Poesía Por eso trato de honrarla con cada uno de mis actos públicos y privados. Por eso trato siempre de ser merecedor del alto nombre de poeta. Por eso, también, un poema como:


LOS DONES

Todo me lo ha dado la Poesía:
el paisaje, la Luna, los vientres de las hembras más hermosas
dulcemente paridas por el húmedo vientre de la patria.

Todo me lo ha obsequiado:
la música más honda de la Música
y las huellas de oro
en el ojo de oro de la Imaginación.

Todo me lo ha ofrecido la Poesía.
Incluso las arterias del Tiempo
y el sentido del mundo (Ah... el sentido del mundo):
Nacimiento, Vida, Muerte, Amor
y Permanencia.

Todo me ha regalado la Poesía:
la Tierra, el Agua, el Fuego, el Viento,
la Mujer.

Ya apestaba el cadáver de la Razón.
Ya perfumaba el aire
el azahar de la Poesía
que me ha brindado todo:
mis bienes terrenales
y el Hambre que ha crecido
en el hombre que soy.

Todo me lo ha otorgado:
la manzana y el membrillo,
la sal y el ácido,
el bálsamo y la herida,
el ojo y el paisaje,
el olfato y el café.
Mi admiración por el Águila
y mi agradecimiento a la Lombriz

Todo me lo dio la Poesía:
el Sol, las flores, el Silencio y la Lluvia.

Y yo no supe qué hacer con todo aquello
además de asombrarme.

Y cantar.

Y agradecer.