Fui por unos días la mujer más bella de mi ciudad. Llevaba un vestido con doble aura. Abajo, todo se flechaba en un tiempo preciso.
En el camellón de Insurgentes fui el tigre de Blake, en San Ángel hablé con los nimbados pájaros de Dios, en la Plaza del Carmen encontré a mi madre fumando un cigarrillo. Supe sostener mi fragilidad.
Ser perfecta era como mirar un huevo.
Por unos días fui la acuciosa evangelista de Santo Domingo, recé en la sinagoga, caminé por los portales, entré en la catedral con un aire divino.
Afuera toque la piedra de la diosa y no me respondió con su silencio: hablamos hasta el alba y al besarla volvió a dormirse porque la tibieza de mi fruto era como un sueño de bienaventuranza.
Encontré a Álvaro en la cantina, a Héctor recargado en el Monte de Piedad, a Norman dormido en la Alameda. Mi padre me vio pasar. Su corazón flotante, blanco, parecía una rara pieza de granito.
También hablé con dos perras de la calle. Una amamantaba a sus crías y derramó su leche en el cuenco de mi mano. Como una tortuga mojada, esplendía la ciudad. Más adentro la noche y en su núcleo la rotación que pude tocar con estas yemas.
Después de un tiempo el huevo se hizo agua y un rizo de sangre cosió mis lagrimales.
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