Yo te gritaba con el alma,
te gritaban mis silencios,
te gritaban mis delirios,
la humedad de mis sábanas,
y siempre creí que me escuchabas,
desengarzaba mis lágrimas,
y una a una las hice tuyas,
no era lo mismo nutrirme de tus ausencias,
que morir diluida en el sonido líquido de la escalinata.
Los días cuando ni siquiera me mirabas,
yo te adoraba,
tus manos eran para mi tan codiciadas
como las manos de Dios,
olvidaba la calma y terminaba mi boca desquiciada,
cada lágrima la lloré distinta,
no era la misma la que quedaba impregnada de tus auroras,
a la que galopaba por tu espalda,
o la que moría cuando cerrabas la puerta
cuando dejabas los latidos a los pies de mi alma.
No olvides de nuevo mirarme a los ojos,
porque no es la tierra la que clama el agua,
mírame de nuevo a los ojos
y escucha mis silencios
antes de que digas adios.
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