Para Marianne, mi hija 
En vano envejecerás doblado en los archivos: 
no encontrarás mi nombre. 
En vano medirás los surcos sementados 
queriendo hallar mis propiedades. 
No tengo posesiones. 
En cambio, 
es mío el sueño de los valles arrobados 
y mío el subterráneo rumor de la semilla.
Si me extraviara a tientas en la oscuridad, 
¿cómo podrían llamarme y entenderles? 
Llámenme con el nombre 
del único incoloro vestido que he llevado: 
el de virgen terrestre. 
  
                                        I 
Duele la tierra henchida de vigores 
sollamando la frente, 
quemando las entrañas... 
Todo mi nombre dentro se me rompe de odio. 
Odio a la puerta en mí siempre llamada, 
odio al jardín de afanes desgajados 
entre el sol y la muerte. 
Por encima de las colinas arde la luz. 
El tiempo se deshoja 
y yo envejezco aquí traspasada de urgencias 
frente a la puerta hermética. 
Soy la virgen terrestre espesa de amargura, 
desolada corriendo 
del reguero de impactos en mi pulso. 
Ya no me soporto en las grietas de la espera 
ni el sopor del silencio. 
  
                                        II 
¡Mentira que somos frescas quiebras cintilando en el agua!, 
que un temblor de castidad serena 
nos albea la frente; 
que los luceros se exprimen en los ojos 
y nos embriagan de paz. 
¡Mentira! 
Hay una corriente oscura disuelta en las entrañas 
que nos veda pisar sin ser oídas 
y sostener equilibrio de rodillas 
con un racimo de luces extasiadas 
en el pecho. 
  
                                        III          
Dicen que una debe 
morderse todas las palabras 
y caminar de puntas, con sigilo, cubriendo las rendijas, 
acallando al instinto desatado, 
y poblando de estrellas las pupilas para ahogar 
el violento delirio del deseo. 
Pero es que si el cuerpo 
pide su eternidad limpio y derecho, 
es un mordiente enojo andarle huyendo; 
dejar su temblorosa mies ardiendo a solas 
sin el olor oscuro de los pinos. 
Siempre cerrada, ignorando cómo se desgaja 
el surco dorado ante la siembra; 
de tumbo en tumbo, 
cerrados los sentidos 
y alumbrándose a medias. 
  
                                        IV 
Viejas causas, cánones hostiles, 
fervorosos principios maniatándome.
¿Sobre qué ejes giran que me doblan 
a beberme la muerte en la conciencia? 
Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas, 
una existencia informe, sonámbula, 
cargada de fatiga. 
¿Es lícito permitir que se extinga 
en servidumbre enferma 
el bárbaro reclamo que nos sube 
de abordar a la tierra por la tierra? 
  
                                        V 
En esta brava inmensidad 
no logran retenerme los desvaríos blandos 
o el ímpetu del sueño. 
La tierra es ruda, trémula, ardorosa, 
y se me expande dentro. 
El vértigo sanguíneo esplende 
arrebatando al canto 
y ni le puedo contener el paso 
ni sustraerme a los labios 
que me caen al papel como dos brasas. 
  
                                        VI 
Pienso en las abastecidas, las satisfechas, 
las del ancho mar; 
las que reciben el regocijo vital de las corrientes
cauces donde la vida vibra y eterniza.
Pienso en las abastecidas
y me irrita el despecho
de mi roja marea sofocada;
de no encontrar la presencia de Dios 
por ningún ángulo 
y andar de pueblo en pueblo emblanquecida de miedo, 
de pasión y de tedio, 
sepulto el corazón bajo el hollín 
de todos los recelos. 
  
                                        VII 
Te rindo y te maldigo gran olor de la tierra, 
tempestad original, 
relámpago dulcísimo de muerte. 
Te maldice el temor 
de ver que Dios no acierte a descifrar mi nombre: 
porque yo, la que soy, 
no asisto ni en el monte Tabor 
para el desposamiento en brillos 
ni escalo 
por los peldaños de la sangre al sol. 
Dije que era un vaivén de ola sombría: 
la ola de las vírgenes terrestres, 
las que no recibimos más nombre 
que el que nos dieron niñas en la pila; 
y cuando Dios nos llame 
no podrá encontrarnos. 
Dirá: las innombradas, 
los desvaídos soplos, los desplomes silentes, 
las estepas perdidas bajo esfumino duro. 
Y nosotras, cubiertas de humo en las honduras 
de un país olvidado, 
vocearemos respuestas en remolino cálido, 
arderemos los montes, 
alzaremos los brazos con furia atropellada, 
y todas en un grito hendiendo los contornos 
serpentearemos secas, deshechas de agonía. 
Pero inútil, inútil, 
porque a la tierra estéril 
no se le oyen los labios.