De la transparencia nutricia del agua
provenimos.
Mosché, salvado de las aguas,
fue su nombre;
el relámpago de la cólera, su sombra.
Marcado al descuajar de su raíz
a un hombre,
vagó dentro de sí
perdido como gota de agua
en el vaso de la eternidad.
Huyó al desierto perseguido
por el remordimiento, el hambre,
la sed de los sentidos.
Los peñascos de soledad,
con sus ojos de misterio desorbitado,
custodiaron su camino;
el silencio enloquecido del desierto
despedazaba sus oídos.
Largamente luchó en su pesadilla
contra el alud de estrellas y de arena
hasta caer al fondo de su luz dormida
donde el Señor limpió la cegadura de su frente.
Fueron las tierras de Madián
la sangre y el pan a compartir,
mientras se redondeaba la luz
temblando alrededor suyo.
Junto a Séfora vinieron días de plácida dulzura
Moisés erraba apacentando ovejas,
atravesando el rumor dorado del desierto.
Un día.
rumbo al monte de Dios,
trepó donde iluminaba al paisaje
un viento solitario;
allí retumbó la voz, zarzal de fuego: Yo soy el que soy.
Tirado al suelo, se retorcía el cayado
culebra vertebral de las pasiones
al recogerlo, se recogió a sí mismo.
Se enderezó su yo, grandioso en poderío
y bajó Moisés como esplendor llameante
sellado,
con esa impalpable blancura
de los justos.
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