Uno vuelve, siempre, a los viejos sitios
donde amó la vida.
César Icella
Esa tristeza lenta del recuerdo
se nos va desdoblando por la cara.
Y en lugar de los ojos
se humedecen dos profundas hogueras
en donde alguna vez frotamos nuestras manos
con las de un ser querido.
Entonces el amor era un barril de pólvora.
Una mecha muy corta nos unía.
Nuestra casa era un papel periódico
con un asombro nuevo en las noticias.
Pero llegó la lluvia y sus relámpagos.
Las hojas de la casa no fueron suficientes para formar un barco
que nos sacara a flote.
Intenté resistir escribiendo en las hojas nuestra casa quemada.
Naufragué por mis dedos.
Luego encontré en el vino las múltiples razones
para escapar de todo:
de mi madre y mis hijas, de ti
mi propia sombra.
Era increíble ver que en un vaso cupieran
la luz que yo buscaba, y el fondo
inacabable
de lo que yo no quise.
Me alejé de la lumbre
para hallar en los hielos que enfriaban mis angustias
un barrio conocido.
Allí, dueña de las paredes, las sábanas del vino me negaban los cláxones
el timbre del teléfono
el puño que golpeaba mi nombre por la puerta:
el contacto caliente con el piso.
Yo solo pedía tiempo, no a Dios.
Le pedí alguna calle, otra lepra en un vaso
otra memoria.
Me fui acabando entera
sin terminar el vaso ¾tan lleno¾ de mi vida.
Lenta, en verdad, la vida
a pesar del galope del inicio.
Apuro lo que bebo
y no se acaba
al contrario: es más lo que me culpa.
Cada uno se despide del mundo
como puede...
Yo pretendo el sigilo, para no avergonzarme
de no enfrentar los ojos de los tantos que me aman.
El vino es otra herida
inflamatoria
para que el hombre sepa de la muerte.
Sin embargo, cuando empiezo a morirme
Dios hace mucho ruido
y me despierta.
Y en lugar de ir a la cocina por un vaso
voy a la habitación de mis tres hijas, para mirar si duermen...
y besarlas, si puedo.
(Este poema obtuvo el primer lugar de los Juegos Florales Nacionales de Santiago Ixcuintla, Nayarit, en 1997.)
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