Empujé, vacilando como un ebrio,
la entrecerrada puerta.
Había en la estancia gentes que lloraban,
y en medio de los cirios funerarios
ella... ¡mi vida!... muerta.
Pálido mármol que esculpió la Muerte
con su mano de hielo,
la hermosura terrestre de la virgen
del abierto sepulcro por la entrada
se iluminaba con la luz del cielo.
Llegué, me arrodillé... y aquel gemido
que lanzó mi alma loca
hizo temblar la llama de los cirios...
Después... no supe más... Un beso eterno
clavó a su frente mi convulsa boca.
Todo el llanto de mi alma, el duelo inmenso,
¡oh niña!, de perderte,
estaba en ese beso de la tumba...
¿Te lo llevó, verdad, llegando al cielo
el ángel de la muerte?
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