1
En medio de una rugiente avalancha de luz está mi padre.
La luz arranca destellos, no, de saltos de furiosa nieve
a la pequeña escalinata que mi padre diseñó
desde un humilde orgullo, y vuelan
en astillas de luz los troncos de las palmas.
Cómo sus ropas arden en blanquísimas ascuas
que le abrasan la cara traspasándola y fundiéndose
al fuego de una felicidad que es tanto, tanto
más que la consumación de su proyecto, más
que su fiera estatura iluminada.
2
Son las once del calor, las once en punto de la vida.
Seguramente que mi padre sabe hasta olvidarlo
qué habrá para el almuerzo, qué hará el lunes, de dónde
vino hace un momento y adónde irá a la tarde. Ahora
simplemente comenta con alguien que se oculta
fuera del vórtice de luz perdido en la penumbra
que ya, despacio, comienza a corroer
las cándidas orillas de la piedra. Su voz
la de este oculto es un rumor oscuro, vago
como un balbuceo de aguas también ocultas o el murmullo
de miríadas de insectos entre la noche ávida.
3
Por fin las cosas comienzan a desmoronarse. Más allá
de la columnilla de fuego transparente que es mi padre,
los herrajes del Peerless, serenísimo la máquina
más sólida y voraz del año veinte voltean por los aires
como un puñado de arena que uno esparce. Y se hunden juntos
los honestos pajillos, el dril blanco, los malletes
del juego de jardín y las divertidísimas cubiertas
que fueron la sal del mundo. Copos de sombra blanda cayendo
por entre la otra sombra irremediable.
4
Recubierto de copos de ceniza, respirándola,
tosiendo los finísimos, volanderos andamios de aquel año
y atragantándome con la pelusa de la máquina, me enterco preguntándome
qué rayos almorzamos a las once. Adónde fuimos. Seguramente
que mi padre lo sabe, me digo por consuelo, pero él
girando en medio de la locura de la luz como un ángel o un derviche
no puede ya escuchar, no escucha ya sino la música
del riente diluvio de su dicha.
De: A mi padre en su honor. Antología
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