No me duele morir. Tengo hambre
de tiempo, costra de las cosas,
de destrucción, de lucha; somos
la imagen del derrumbe, una
montaña contraída de ácidos;
bebemos agua serenada y un diamante
es el cimiento sobre el cual
construimos edificios de espuma.
Apenas se puede avanzar porque
las piernas pesan como plomo,
pero avanzamos, más allá de nosotros,
hacia niños que existen,
hacia soles que saltan por encima
de nuestras cabezas, hacia
ese cometa grávido de sangre.
Éramos un ejército
que había cobrado cuerpo
de metralla; cada palabra
era un disparo; cada
hueso, un fusil. Encontramos
los rastros de la hormiga,
comemos polvo y yodo. Somos
árboles desgajados del bosque.
Buscamos una fuente y,
más allá, los ojos del hermano;
y después un combate... Siempre
el combate,
los pies sangrantes,
que huellan campos de amapola
o cristales. La bomba que arrojé
hizo de ese hombre una derruida
estructura de navajas, polvo
vertical que camina hacia adentro
de su mirada enceguecida, y se desploma.
Parecemos un puñado de espectros,
pero somos invencibles. Alguien
cae. Los demás avanzamos; alguien
se inclina, ¿yo?, sobre su propio
esqueleto demolido.
No dejo a mis hijos y mi mujer nada,
nada, más que mi muerte
y la manera de asumir amor y guerra.
Violencia contra violencia,
duro latido. La marea que se estrella
contra un dique. Y otra marea.
Y otro dique. Pienso en mis hombres
que no serán derrotados. Pienso
en Cuba, con una decisión inquebrantable,
mientras sonrío. Me acuerdo
de mis hijos, del tren blindado,
de mis padres, mis amigos.
Ustedes, los que viven,
acuérdense de vez en cuando de este
pequeño condotiero del siglo 20,
aunque no tenga tumba,
aunque dispersen mis cenizas
y me corten las manos. Aunque
cercenen mi lengua, seguiré
hablando. Un ojo de acero
se acerca a espiar mi corazón.
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