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	 I 
 
Rompe el alba el botón de la mañana 
con sus dedos de niebla luminosa 
y en el declive del alcor se posa 
una nube de aerea porcelana. 
 
Abajo se despierta la sabana, 
el valle tiembla, yerguese la rosa, 
canta el madrugador y rumorosa  
ríe cuchicheando la fontana. 
 
Desde el redil hasta la loma albean,  
como el granizo, los corderos blancos 
que entre riscos y zarzas juguetean 
 
y de la cima oriente por los flancos 
rios de luz descienden y chorrean 
hasta petrificarse en los barrancos. 
 
 
Estalla el seno de la nube y brota, 
en explosión de nítida blancura, 
un querubín, en cuya frente pura 
el lucero gentil palpita y flota. 
 
Astro de inmensa luz, como una gota, 
del mar, del ether, inmortal fulgura 
derramando torrentes de ventura 
que funde el universo en una nota. 
 
La nota del amor, los aires hiende, 
por todos los espacios se dilata 
y hasta el empíreo su clamor extiende, 
 
el ángel tañe su clarín de plata 
y el sol, que nace, a sus espaldas prende 
una clámide regia de esacarlata. 
 
 
II 
 
En la cimera del volcán descuella 
un rojo airón que a intervalos se esconde 
so la flagante horadación por donde 
el pulmón de los cíclopes resuella. 
 
Del sol canicular, una centella, 
hiere a la ardiente boca que responde 
la destrucción encaminando adonde 
el mounstro imprime su abrazante huella. 
 
De la montaña al pie, duerme la costa, 
baten las olas los cantiles rojos 
sumido el cuervo entre peñascos ladra  
 
y el fuego de los trópicos agosta 
el llano en que despuntan los rastrojos, 
la res bermeja y la salvaje cabra. 
 
 
El espacio es un mar de fuego y oro, 
y de sus ondas surge de repente 
arcángel poderoso cuya frente  
reververa como ignéo meteoro. 
 
Tiende las alas con fragor sonoro, 
chispea su mirada refulgente 
y a su voz, como trueno de torrente, 
cantan todos los ángeles en coro. 
 
¡Oh Salmo de las Fuerzas! Soberana voz 
que el clamor universal encierra 
y vibra por los ámbitos profundos 
 
como el gigante son de una campana 
fundida en las entrañas de la tierra 
o forjada en los yunques de los mundos. 
 
 
III 
 
Sobre el tranquilo lago, occiduo el dia, 
flota impalpable y misteriosa bruma 
y a lo lejos vaguísima se esfuma 
profundamente azul, la serranía. 
 
Del cielo en la cerúlea lejanía 
desfallece la luz. Tiembla la espuma 
sobre las ondas de zafir, y ahúma 
la chimenea gris de la alquería. 
 
Suenan los cantos del labriego; cava 
la tarda yunta el surco postrimero. 
Los últimos reflejos de luz flava 
 
en el límite brillan del potrero 
y, a media voz, la golondrina acaba 
su gárrulo trinar, bajo el alero. 
 
 
Ondulante y azul, trémulo y vago, 
el ángel de la noche se avecina, 
del crepúsculo envuelto en la neblina 
y en los vapores gráciles del lago. 
 
Del septentrión al murmurante halago 
los pliegues de su túnica divina 
se extienden sobre el valle y la colina, 
para librarlos del nocturno estrago. 
 
Su voz tristezas y consuelo vierte. 
Humedecen sus ojos de zafiro 
auras de vida y ráfagas de muerte. 
 
Levanta el vuelo en silencioso giro 
y, al llegar a la altura, se convierte 
en oración, y lágrima, y suspiro. 
 
 
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