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	 I 
 
Inclinada, en tu orilla, siento como te alejas. 
Trémula como un sauce contemplo tu corriente 
formada de cristales transparentes y fríos. 
Huyen contigo todas las nítidas imágenes, 
el hondo y alto cielo, 
los astros inventados, la vehemencia 
ingrávida del canto. 
 
Con un afán inútil mis ramas se despliegan, 
se tienden como brazos en el aire 
y quieren prolongarse en bandadas de pájaros 
para seguirte adonde va tu cauce. 
 
Eres lo que se mueve, el ansia que camina, 
la luz desenvolviéndose, la voz que se desata. 
 
Yo soy sólo la asfixia quieta de las raíces 
hundidas en la tierra tenebrosa y compacta. 
 
 
II 
 
Allá está el mar que no reposa nunca. 
 
Allá el barco y la vela infatigable, 
los breves edificios de la espuma, 
las olas retumbando y persiguiéndose. 
Allá, en los arrecifes, las sirenas 
con el cabello y la canción flotantes 
en lúcidos pendones musicales. 
 
 
III 
 
Yo quedaré dormida como el árbol 
al que no abrazan hiedras de amorosa frescura, 
ni corona los nidos 
ni rasgan su corteza verdes retoños tiernos. 
Y estaré ciega, ciega para siempre 
frente al escombro de un espejo roto. 
 
Si alguna vez me inclino como ahora 
con un además trémulo de sauce 
habrá de ser para asomarme en vano 
al opaco arenal que abandonaste. 
 
 
 
De: De la vigilia estéril 
 
 
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