Urna de otras reliquias
ante la babilonia de cristal de los estantes
olisca el seco olor del palisandro, la resina
de estoraque (Venus)
o el aroma lunar de la alhucema.
En las alturas habitadas por el polvo
ubica, con orientación de pájaro, los sitios
migratorios de los frascos:
el ámbar gris junto al pebete
y la sortija de durazno del almizcle,
el emoliente de la mirra, la cananga
siamesa que no conoce el frío, el cinamomo,
la perezosa goma del gálbano, el aura de la algalia
y la aromosa Quío de trementina.
Su anciano cuerpo de nao
navega los no muchos
metros cuadrados del negocio
en donde devanó una vida de vahos.
Humecta el heliotropo, el rayado
corazón del opopánax, fija el aceite
de lilas sumisas, glicinas, rododendros,
el caminante jazmín (lavándula, retama).
Líquidas querencias que sahúman
un instante el aire
con un destello o un enigma
en las narices de los legos.
Ella sonríe (ojos bilingües) satisfecha
del uso y del atisbo y del aviso
que su olfato le argumenta. Reconoce
a tiempo, como nadie,
cada temperamento
del planeta de las rosas o aquel dragón
de la gardenia.
(Algún día la busqué en su biblioteca de espíritus. Yo quería hallar uno. Tuvo conmigo la paciencia de una pitonisa: probaba, negaba, mezclaba y volvía a probar. Dimos por fin con la síntesis, la sintonía del perfume que mi memoria fijó años atrás en la imagen de una muchacha en la playa a medianoche con los labios en un verso de Lorca: y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados. Salí de ahí con un frasquito. Ella tenía ese lugar de mí en un rincón de sus vitrinas.)
Cálidamente sus muñecas
son un matraz
de enfrascados universos
que frota y airea para regocijar las aletas
de su nariz octogenaria.
Cajas, etiquetas que
ella dictamina con el catálogo de un gusto
desconocidamente enciclopédico
mientras afina el pianoforte de
una armonía aromática.
Puede que exista casi un siglo de ciencia
en esa silla. Por lo menos la esencial
de los detalles.
De: Los hábitos de la ceniza
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