Los murciélagos no saben una palabra de su prestigio literario.
Con respecto a la sangre, les gusta la indefensa de las vacas, útiles
señoronas incapaces de fraguar un collar de ajos, una estaca en
el pecho, un crucifijo;
pues tan sólo responden a la broma sangrienta, al beso impuro
(trasmisor de la rabia y el derrengue, capaz de aniquilar al
matriarcado)
mediante algún pasivo coletazo que ya no asusta ni siquiera a los
tábanos.
Venganza por venganza, los dueños del ganado se divierten
crucificando al bebedor como si fuera una huraña mariposa
excesiva.
El murciélago acepta su martirio y sacraliza el acto de fumar el
cigarrito que indecorosamente cuelgan de su hocico, y en vano
trata de hacer creer a sus perseguidores que han mojado sus
labios con vinagre.
Oí opinar con suficiencia que el murciélago es un ratón alado,
un deforme, un monstruito, un mosquito aberrante, como aquellas
hormigas un poco anómalas que rompen a volar cuando vienen
las lluvias.
Algo sé de vampiros, aunque ignoro todo to referente a los
murciélagos (la pereza me impide comprobar su renombre en
cualquier diccionario).
Obviamente mamífero, me gusta imaginarlo como un reptil neolítico
hechizado,
detenido en el tránsito de las escamas a1 plumaje,
en su ya inútil voluntad de convertirse en ave.
Por supuesto es un ángel caído y ha prestado sus alas y su traje
(de carnaval) a todos los demonios.
Cegatón, niega al sol y la melancolía es el rasgo que define su
espíritu.
Arramacimado habita las cavernas y de antiguo conoce los deleites
e infiernos de las masas.
Es probable que sufra de aquel mal llamado por los teólogos acidia
pues tanto ocio engendra hasta el nihilismo y no parece ilógico
que gaste sus mañanas meditando en la profunda vacuidad del
mundo,
espumando su cólera, su rabia ante lo que hemos hecho del
murciélago.
Ermitaño perpetuo, vive y muere de pie y hace de cada cueva su
tebaida.
El hombre lo confina en el mal y lo detesta porque comparte la
fealdad viscosa, el egoísmo, el vampirismo humano; recuerda
nuestro origen cavernario y tiene una espantosa sed de sangre.
Y odia la luz
que sin embargo un día
hará que arda en cenizas la caverna.
De: No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968)
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