Me he inclinado
desde fuera
a mirar este libro
ya concluido.
¿Qué es lo que veo? ¿Qué es lo que he dado?
Señales.
Señales que me rodean,
me muerden,
me injurian.
Estoy como Velázquez,
fuera de la pintura,
odiando.
Y no me encuentro delante de las cosas sino dentro.
Ver duele.
Imágenes.
Ahora doy vueltas a la última página y desaparezco.
No me busquen.
He roto el estado de sitio en que me encontraba.
Nubes en manada se alejan de mí.
Es como si naciera de nuevo.
Pataleo, chillando.
Tirado en un petate.
Estoy empapado de orín y lleno de mierda hasta el cuello.
Tengo hambre.
Frente al manuscrito que acabo de terminar,
descubro texturas que no he matizado,
tinieblas que hay que aclarar,
cuentas que ha quedado pendientes.
Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
se levanta de su asiento,
donde me ha estado viendo todo este
tiempo, y se despide mí.
Abre una puerta que no había notado antes,
en el centro del cuadro,
y desaparece.
Adiós.
Empieza amanecer.
El día entra por un resquicio
y esto no me sorprende,
como otras veces.
Mi mujer se acerca a mí,
y me besa la cabeza.
¿Has terminado? No sé. ¿He terminado?
Su mirada de amante trastorna hasta el poema.
Por fortuna no sé cómo escribir los últimos renglones.
Nada se me ocurre.
Vamos a ver:
Tus cabellos son la desnudez.
No está mal. ¿Pero no he leído esto en alguna parte?
Me estiro. Me froto los ojos. ¿Es todavía mañana?
¿Es todavía la mañana?
¿Quieres almorzar?
De: Trabajo ilegal
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